ALUMNAS FATIMISTAS DE QUINTO DE SECUNDARIA: Se les recuerda que deben leer el mensaje del Papa por la cuaresma 2012. A continuación queda para ustedes. Deben fijarse en las ideas más importantes y hacer un resumen de una cara de hoja a parte para ser entregado en clase.
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA
LA CUARESMA 2012
«Fijémonos los unos en los otros para
estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)
Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad
de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto,
este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de
los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como
comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir,
por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la
luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos
los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado
exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y
el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega
según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón
sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza
que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los
hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma
que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los
encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta
escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24,
que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre
tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la
santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para
con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»:
el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar
atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en
el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros
del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia
divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro
propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41).
Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos,
como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de
nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la
mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros,
a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo,
con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés,
que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera
privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada
uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que
seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos
relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien
del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige
y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien,
como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y,
en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un
verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos
esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la
misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El
Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una
falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la
dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en
la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de
1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para
él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura
contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es
necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es
«bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege
y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con
el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que
también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa
abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante
el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia
espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El
evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos
ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la
parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con
indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y
dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre
saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de
hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de
lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide
esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza
material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las
propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener
misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca
deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del
pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal
del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y
a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz
de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los
que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí
mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el
hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de
bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la
solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida
cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con
vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al
aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los
demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual
para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en
las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no
sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de
su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al
sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al
justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda
reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El
verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo
que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una
generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la
Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al
que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad
cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos
cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la
mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los
modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del
bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de
condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia,
y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo
afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales,
corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú
puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de
individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección
fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete
veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos
(cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse
ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y
caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria
una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone
(cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de
la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con
una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la
considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en
nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a
ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias
espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así.
El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación»
(Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su
edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la
mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación
mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de
la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo
mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los
otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece,
su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos
un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada
con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las
obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer
penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo
tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de
virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen
los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos
un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es
la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—,
radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la
preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que
es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer
el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de
gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando
un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede
por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt
5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las
buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10,
24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino
constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una
caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención
recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez
mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr
4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha
dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el
amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la
madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva
dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente
para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la
tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con
los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt
25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles
para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación
personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de
espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede.
Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de
aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de
2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos
ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el
deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los
otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un
testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la
urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas
obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo
santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda
Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de
corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI